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martes, 14 de octubre de 2025

Solo sé que soy analfabeto de la vida

 


Solo sé que soy analfabeto de la vida

Por Bruno Perera.

En el inmenso teatro de la sabiduría, hay una frase que se repite como mantra, como eco de humildad y desafío: “Solo sé que no sé nada.”
Se atribuye a Sócrates, ese filósofo que no escribió libros pero dejó una biblioteca de preguntas. Y aunque la frase ha sido domesticada por siglos de repetición, su filo sigue intacto. Porque no es una rendición, sino una rebelión contra la arrogancia del saber.

Sócrates, maestro de la mayéutica y de la duda, descubrió que la mayoría de los hombres creen saber lo que ignoran. Su sabiduría consistía en reconocer los límites del conocimiento. Saber no es acumular datos, sino comprender el abismo que nos rodea.

En una época donde el conocimiento se mide en gigabytes y la ignorancia se disfraza de certeza, esta frase socrática nos recuerda que saber no es tener respuestas, sino saber formular preguntas que aún no tienen dueño. Sócrates no se proclamaba ignorante por modestia, sino por método: su saber consistía en reconocer los límites del saber.

Si trasladamos esta idea al presente, vemos que el ser humano moderno, rodeado de pantallas, algoritmos e inteligencia artificial, cree saber más que nunca, pero sigue sin comprender lo esencial: quién es, de dónde viene y hacia dónde va. Hemos conquistado los cielos con cohetes, pero seguimos tropezando en lo moral, lo emocional y lo espiritual.

Y aquí aparece una idea que propongo como continuación satírica y existencial:

“Solo sé que soy analfabeto de la vida.”

Porque si saberlo todo es imposible, y saber algo es siempre parcial, entonces vivir es leer un libro sin alfabetos fijos, donde cada página se escribe con tinta invisible y cada experiencia es una sílaba que se desvanece.

Ser “analfabeto de la vida” no es una condena, sino una forma de lucidez. Es aceptar que la existencia no tiene diccionario definitivo, que cada emoción, cada decisión, cada error, es una palabra nueva que aún no sabemos pronunciar. Es una forma de humildad activa, no pasiva: no saber, pero querer entender.

Este analfabetismo ilustrado nos protege de los dogmas, de los gurús, de los algoritmos que prometen sentido en cinco pasos. Nos recuerda que la vida no se puede resumir en tutoriales ni en definiciones, y que el verdadero saber es siempre inacabado, siempre en construcción.

Desde la sátira, esta idea se convierte en herramienta crítica: podemos burlarnos de los que se creen sabios, de los que pontifican sin dudar, de los que confunden erudición con comprensión. Podemos imaginar sellos editoriales ficticios como la Universidad del Saber Incompleto o el Instituto de Analfabetismo Vital, y usarlos como ironía contra la pedantería del discurso dominante.

Porque si el saber es parcial, toda autoridad intelectual debe ser revisada, parodiada y cuestionada. Ahí es donde la filosofía se encuentra con la sátira: en el terreno fértil de la duda, del juego y del pensamiento que no se toma demasiado en serio, pero tampoco se rinde.

En última instancia, la enseñanza de Sócrates no fue una lección de filosofía, sino una lección de humanidad. Nos recordó que el pensamiento no debe servir para presumir, sino para buscar. Que la verdad no se posee, se persigue. Y que la sabiduría no es un destino, sino un camino que se recorre con humildad.

Quizás algún día la humanidad alcance grandes verdades sobre la materia, el espíritu o el cosmos. Pero mientras tanto, conviene no olvidar lo esencial:

Solo sé que no sé nada…
o, dicho con palabras más cercanas a nuestro tiempo,
solo sé que soy analfabeto de la vida.

 

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