Solo sé que soy analfabeto de la vida
Por Bruno
Perera.
En el inmenso
teatro de la sabiduría, hay una frase que se repite como mantra, como eco de
humildad y desafío: “Solo sé que no sé nada.”
Se atribuye a Sócrates, ese filósofo que no escribió libros pero dejó una
biblioteca de preguntas. Y aunque la frase ha sido domesticada por siglos de
repetición, su filo sigue intacto. Porque no es una rendición, sino una
rebelión contra la arrogancia del saber.
Sócrates,
maestro de la mayéutica y de la duda, descubrió que la mayoría de los hombres
creen saber lo que ignoran. Su sabiduría consistía en reconocer los límites del
conocimiento. Saber no es acumular datos, sino comprender el abismo que nos
rodea.
En una época
donde el conocimiento se mide en gigabytes y la ignorancia se disfraza de
certeza, esta frase socrática nos recuerda que saber no es tener respuestas,
sino saber formular preguntas que aún no tienen dueño. Sócrates no se
proclamaba ignorante por modestia, sino por método: su saber consistía en
reconocer los límites del saber.
Si trasladamos
esta idea al presente, vemos que el ser humano moderno, rodeado de pantallas,
algoritmos e inteligencia artificial, cree saber más que nunca, pero
sigue sin comprender lo esencial: quién es, de dónde viene y hacia dónde va.
Hemos conquistado los cielos con cohetes, pero seguimos tropezando en lo moral,
lo emocional y lo espiritual.
Y aquí aparece
una idea que propongo como continuación satírica y existencial:
“Solo sé que
soy analfabeto de la vida.”
Porque si
saberlo todo es imposible, y saber algo es siempre parcial, entonces vivir es
leer un libro sin alfabetos fijos, donde cada página se escribe con tinta
invisible y cada experiencia es una sílaba que se desvanece.
Ser
“analfabeto de la vida” no es una condena, sino una forma de lucidez. Es
aceptar que la existencia no tiene diccionario definitivo, que cada emoción,
cada decisión, cada error, es una palabra nueva que aún no sabemos pronunciar.
Es una forma de humildad activa, no pasiva: no saber, pero querer entender.
Este
analfabetismo ilustrado nos protege de los dogmas, de los gurús, de los
algoritmos que prometen sentido en cinco pasos. Nos recuerda que la vida no se
puede resumir en tutoriales ni en definiciones, y que el verdadero saber es
siempre inacabado, siempre en construcción.
Desde la
sátira, esta idea se convierte en herramienta crítica: podemos burlarnos de los
que se creen sabios, de los que pontifican sin dudar, de los que confunden
erudición con comprensión. Podemos imaginar sellos editoriales ficticios como
la Universidad del Saber Incompleto o el Instituto de Analfabetismo
Vital, y usarlos como ironía contra la pedantería del discurso dominante.
Porque si el
saber es parcial, toda autoridad intelectual debe ser revisada, parodiada y
cuestionada. Ahí es donde la filosofía se encuentra con la sátira: en el
terreno fértil de la duda, del juego y del pensamiento que no se toma demasiado
en serio, pero tampoco se rinde.
En última
instancia, la enseñanza de Sócrates no fue una lección de filosofía, sino una lección
de humanidad. Nos recordó que el pensamiento no debe servir para presumir,
sino para buscar. Que la verdad no se posee, se persigue. Y que la sabiduría no
es un destino, sino un camino que se recorre con humildad.
Quizás algún
día la humanidad alcance grandes verdades sobre la materia, el espíritu o el
cosmos. Pero mientras tanto, conviene no olvidar lo esencial:
Solo sé que no
sé nada…
o, dicho con palabras más cercanas a nuestro tiempo,
solo sé que soy analfabeto de la vida.
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