¿Si los árboles y los animales pudieran pensar y hablar, qué nos dirían?
Por Bruno
Perera.
¿Si los
árboles y los animales pudieran pensar y hablar, qué nos dirían?
Quizás los árboles nos mirarían con tristeza y nos reprocharían nuestra
ingratitud. Tal vez nos recordarían que, desde los albores del tiempo, han sido
ellos quienes nos han dado cobijo, fuego, alimento y aire. Que sin su aliento
verde, el nuestro no existiría.
Nos hablarían
de cómo sus raíces se hunden en la tierra para sostener la vida que pisamos, de
cómo sus ramas se alzan hacia el cielo buscando la luz que después nos regalan
en forma de oxígeno. Nos dirían que cada hoja caída es una palabra que dejamos
de escuchar, y que cada tronco talado es un corazón que dejamos de latir.
Y tendrían
razón si nos llamaran desagradecidos. Porque hemos tomado de ellos todo lo que
nos ofrecieron —la madera que calienta nuestros inviernos, el papel que guarda
nuestros pensamientos, los frutos que endulzan nuestras mesas—, pero rara vez
hemos devuelto algo a cambio. Los movemos de un lugar a otro, los cortamos, los
quemamos, los reducimos a objetos o mercancías… sin pedirles permiso, sin
siquiera una disculpa.
Por su parte,
los animales también tendrían mucho que decir. Nos acusarían de haberlos
convertido en piezas de un engranaje sin alma, en simples recursos de un mundo
que perdió el sentido de la compasión. Nos recordarían que los domesticamos,
los encerramos, los cazamos y los sacrificamos como si fuéramos los dueños
absolutos de la Creación. Todo, amparados en un versículo del Antiguo
Testamento que nos otorgó la falsa autoridad de dominar sobre ellos:
“Dijo Dios:
Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en
los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la
tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra.”
(Génesis 1:26-28)
Quizás el
Creador, o el misterio cósmico de la vida —ese Cosmo-Poder que todo lo
rige— hizo a los árboles sin voz ni pensamiento para que no sufrieran al ver
cómo los destruimos. Tal vez por eso también los animales callan cuando los
sacrificamos, como si el universo hubiese decidido que solo el ser humano
tuviera palabra… y con ella, la capacidad de justificar cualquier cosa.
Pero si alguna
vez los árboles y los animales pudieran hablar, si de pronto escucháramos su
voz en el viento o en el rugido de una montaña, ¿qué dirían de nosotros?
Quizás nos suplicarían que los dejemos vivir en paz. O tal vez, con la
serenidad de los sabios, nos invitarían a aprender de su silencio, de su
entrega sin condiciones, de su forma de dar vida sin pedir nada a cambio.
Porque
mientras nosotros hablamos, ellos respiran por todos.
Y quizá, en ese intercambio silencioso entre su paciencia y nuestra
inconsciencia, habite la verdadera sabiduría del mundo.

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