Por Bruno
Perera.
Durante
siglos, la Monarquía española fue símbolo de poder, expansión y unidad. Desde
los Reyes Católicos hasta los Borbones, la Corona ha sido protagonista de
conquistas, guerras, reformas y decadencias. Pero en el siglo XXI, el relato se
ha torcido. Hoy, la figura del rey emérito Juan Carlos I representa no la
grandeza de una institución, sino su desgaste moral y político.
La Monarquía
española se consolidó en el siglo XV con el matrimonio de Isabel I de Castilla
y Fernando II de Aragón, los llamados Reyes Católicos. Esta unión dinástica
permitió la expulsión de los musulmanes de Granada y la expansión hacia
América. A partir de ahí, España se convirtió en un imperio global bajo los
Austrias y luego los Borbones.
Tras siglos de
absolutismo, guerras carlistas y breves repúblicas, la monarquía fue restaurada
en 1975 con Juan Carlos I, tras la muerte de Francisco Franco. Se instauró una
monarquía parlamentaria, donde el rey debía ser símbolo de unidad y moderación,
sin poder ejecutivo.
Juan Carlos I
fue, en sus primeros años, el rostro de la democracia naciente. Su papel en el
rechazo al golpe de Estado del 23-F en 1981 le ganó respeto nacional e internacional.
Pero con el tiempo, su figura se fue erosionando por escándalos financieros,
amoríos ocultos y una vida de excesos que contrastaba con la austeridad que
exigía a sus súbditos.
El que fuera
una representación de la Monarquía española se aprovechó durante años de la
confianza que el pueblo español depositó en él. A espaldas de la ciudadanía, se
dedicó a la buena vida en suelo patrio y extranjero, representando a España
mientras tejía cuentos de las Mil y Una Noches en Arabia Saudí. Con Bárbara Rey
y Corinna Larsen fundó la casa de los amores embrujados, todo bajo la
protección de escoltas pagados por el Estado.
El emérito
tiene tanta desfachatez que, sabiendo que recibió pagos por sus servicios en
Arabia Saudí, no entrega lo recibido. Más bien lo guarda en Suiza y Panamá,
como si por haber sido rey de España todo cuanto ganó en la sombra le
perteneciera. Las investigaciones sobre sus cuentas opacas, fundaciones
interpuestas y comisiones millonarias han sacudido la confianza en la
institución monárquica.
Aunque la
Fiscalía archivó varias causas por prescripción o inviolabilidad
constitucional, el daño reputacional es irreversible. Juan Carlos I es una
vergüenza para España y también para toda la monarquía que él construyó.
Hoy, Felipe VI
intenta reconstruir la imagen de la Corona. Ha renunciado a la herencia de su
padre y ha impuesto normas de transparencia. Pero el fantasma del emérito sigue
contaminando la política interior. La monarquía, que debería ser símbolo de
estabilidad, se ha convertido en un foco de debate sobre su legitimidad y
utilidad.
¿Puede
sobrevivir una institución hereditaria en una sociedad que exige rendición de
cuentas? ¿Es compatible la monarquía con los valores republicanos que laten en
buena parte de la ciudadanía?
Si la historia
de España fuera una viñeta, Juan Carlos I aparecería como un personaje que
entró por la puerta grande y salió por la de atrás, con una maleta llena de
secretos, amantes y cuentas offshore. La monarquía, esa vieja dama vestida de
tradición, aún intenta maquillarse para parecer moderna. Pero mientras no se
enfrente a sus propias sombras, seguirá siendo un teatro donde el telón nunca
termina de caer.
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