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martes, 2 de septiembre de 2025

Nadie escapa: todos somos racistas, aunque algunos lo nieguen

 


Nadie escapa: todos somos racistas, aunque algunos lo nieguen

Por Bruno Perera.

¿Y si el racismo no fuera un problema exclusivo de los “otros”? ¿Y si, en lo profundo de nuestra mente, todos cargáramos con prejuicios que condicionan más de lo que estamos dispuestos a admitir? Aceptar esta idea puede resultar incómodo, incluso doloroso, pero quizá ese malestar sea la primera puerta hacia una conversación más honesta sobre quiénes somos y cómo nos relacionamos. Porque, al fin y al cabo, la discriminación no empieza en la política ni en las instituciones: empieza en la mirada cotidiana, en la manera en que clasificamos y diferenciamos a quienes nos rodean.

Desde la infancia aprendemos a dividir, a separar, a etiquetar. Nos han enseñado que lo diferente es sospechoso y que lo semejante es seguro. Así, sin apenas darnos cuenta, construimos una red de prejuicios que se convierte en el filtro inevitable de nuestras percepciones. Unos lo ejercen de manera más consciente, otros lo niegan con firmeza, pero nadie escapa del peso de la cultura y de la memoria social que nos han formado.

Conviene ser sinceros: ¿Quién puede afirmar con absoluta certeza que ama al prójimo como a sí mismo? Todos, en algún momento, hemos sentido rechazo, envidia, miedo o superioridad frente a otro ser humano. Estas emociones no nos convierten en monstruos, sino en criaturas humanas, marcadas por la vulnerabilidad y la desconfianza. El problema aparece cuando preferimos ignorarlas, cuando fingimos pureza moral y, en esa negación, nos volvemos cómplices de un sistema que normaliza la exclusión. (Y en todos los casos las religiones son en gran parte el problema que agudiza el racismo porque crean modos diferentes de pensar y enseñan costumbres diferentes).

Nuestra sociedad habla mucho de empatía, pero la practica con tibieza. Nos unimos no siempre por amor, sino por necesidad. Cooperamos porque solos no sobreviviríamos, y en ese pacto tácito a menudo toleramos al otro más que lo aceptamos. En esa diferencia sutil se esconde la raíz del racismo: convivimos con el extraño, pero rara vez lo reconocemos como plenamente igual.

El racismo no siempre se manifiesta en el odio abierto. Puede adoptar la forma silenciosa de la indiferencia, de la comodidad de mirar hacia otro lado, del gesto cotidiano que perpetúa la desigualdad. Es tan racista quien insulta, como quien calla ante la injusticia; quien margina con violencia, como quien se refugia en la indiferencia. Y en ese sentido, todos tenemos trabajo pendiente: mirar, escuchar, cuestionar, desactivar en nosotros los hábitos que sostienen la exclusión.

A menudo se dice que si la humanidad no fuera racista viviríamos en paz. Quizá sea una exageración, pues la guerra responde también a intereses económicos y ambiciones de poder. Pero hay algo de verdad en esa afirmación: el miedo a lo diferente es el combustible de muchos conflictos. Quien no soporta la diversidad termina por imponer, y quien impone convierte la convivencia en una lucha de fuerzas. El origen de las guerras, en el fondo, es el mismo que el origen del prejuicio: la incapacidad de aceptar al otro sin exigirle que se nos parezca.

No se trata de repartir culpas ni de señalar culpables. Se trata de reconocer una verdad incómoda: todos juzgamos. Todos clasificamos. Y si no aprendemos a observar esos mecanismos con atención, seguiremos atrapados en un ciclo de deshumanización que nos roba lo mejor de nosotros mismos.

Quizá la clave esté en un ejercicio sencillo y, a la vez, profundamente transformador: reconocer. Reconocer que llevamos mochilas de miedo, de ideas preconcebidas, de experiencias mal digeridas que condicionan nuestra relación con los demás. Reconocer que no basta con hablar de empatía; hay que cultivarla como se cultiva un jardín: con esfuerzo, con constancia, con paciencia. Solo así podremos aspirar a una empatía real, no decorativa ni interesada, sino capaz de transformarnos de raíz.

En este punto conviene ampliar la mirada más allá de lo social. Porque, si todo lo que somos y vivimos pertenece a un universo inmenso., ¿qué lugar ocupan en él nuestros prejuicios? El ser humano es apenas una mota de polvo en comparación con la grandiosidad del cosmos, y sin embargo nos aferramos a nuestras diferencias como si de ellas dependiera nuestra identidad. Aquí entra en juego una reflexión más amplia: el Cosmo-Poder. Esa energía cuántica primordial que dio origen al universo y que sigue sosteniéndolo, permitiendo que todo se relacione a través de tensiones, equilibrios y fricciones naturales.


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