Nadie escapa: todos somos racistas, aunque algunos lo nieguen
Por Bruno
Perera.
¿Y si el
racismo no fuera un problema exclusivo de los “otros”? ¿Y si, en lo profundo de
nuestra mente, todos cargáramos con prejuicios que condicionan más de lo que
estamos dispuestos a admitir? Aceptar esta idea puede resultar incómodo,
incluso doloroso, pero quizá ese malestar sea la primera puerta hacia una
conversación más honesta sobre quiénes somos y cómo nos relacionamos. Porque,
al fin y al cabo, la discriminación no empieza en la política ni en las
instituciones: empieza en la mirada cotidiana, en la manera en que clasificamos
y diferenciamos a quienes nos rodean.
Desde la
infancia aprendemos a dividir, a separar, a etiquetar. Nos han enseñado que lo
diferente es sospechoso y que lo semejante es seguro. Así, sin apenas darnos
cuenta, construimos una red de prejuicios que se convierte en el filtro
inevitable de nuestras percepciones. Unos lo ejercen de manera más consciente,
otros lo niegan con firmeza, pero nadie escapa del peso de la cultura y de la
memoria social que nos han formado.
Conviene ser
sinceros: ¿Quién puede afirmar con absoluta certeza que ama al prójimo como a
sí mismo? Todos, en algún momento, hemos sentido rechazo, envidia, miedo o
superioridad frente a otro ser humano. Estas emociones no nos convierten en
monstruos, sino en criaturas humanas, marcadas por la vulnerabilidad y la
desconfianza. El problema aparece cuando preferimos ignorarlas, cuando fingimos
pureza moral y, en esa negación, nos volvemos cómplices de un sistema que
normaliza la exclusión. (Y en todos los casos las religiones son en gran parte el problema que agudiza el racismo porque crean modos diferentes de pensar y enseñan costumbres diferentes).
Nuestra
sociedad habla mucho de empatía, pero la practica con tibieza. Nos unimos no
siempre por amor, sino por necesidad. Cooperamos porque solos no
sobreviviríamos, y en ese pacto tácito a menudo toleramos al otro más que lo
aceptamos. En esa diferencia sutil se esconde la raíz del racismo: convivimos
con el extraño, pero rara vez lo reconocemos como plenamente igual.
El racismo no
siempre se manifiesta en el odio abierto. Puede adoptar la forma silenciosa de
la indiferencia, de la comodidad de mirar hacia otro lado, del gesto cotidiano
que perpetúa la desigualdad. Es tan racista quien insulta, como quien calla
ante la injusticia; quien margina con violencia, como quien se refugia en la
indiferencia. Y en ese sentido, todos tenemos trabajo pendiente: mirar,
escuchar, cuestionar, desactivar en nosotros los hábitos que sostienen la
exclusión.
A menudo se
dice que si la humanidad no fuera racista viviríamos en paz. Quizá sea una
exageración, pues la guerra responde también a intereses económicos y
ambiciones de poder. Pero hay algo de verdad en esa afirmación: el miedo a lo
diferente es el combustible de muchos conflictos. Quien no soporta la
diversidad termina por imponer, y quien impone convierte la convivencia en una
lucha de fuerzas. El origen de las guerras, en el fondo, es el mismo que el
origen del prejuicio: la incapacidad de aceptar al otro sin exigirle que se nos
parezca.
No se trata de
repartir culpas ni de señalar culpables. Se trata de reconocer una verdad
incómoda: todos juzgamos. Todos clasificamos. Y si no aprendemos a observar
esos mecanismos con atención, seguiremos atrapados en un ciclo de deshumanización
que nos roba lo mejor de nosotros mismos.
Quizá la clave
esté en un ejercicio sencillo y, a la vez, profundamente transformador:
reconocer. Reconocer que llevamos mochilas de miedo, de ideas preconcebidas, de
experiencias mal digeridas que condicionan nuestra relación con los demás.
Reconocer que no basta con hablar de empatía; hay que cultivarla como se
cultiva un jardín: con esfuerzo, con constancia, con paciencia. Solo así
podremos aspirar a una empatía real, no decorativa ni interesada, sino capaz de
transformarnos de raíz.
En este punto
conviene ampliar la mirada más allá de lo social. Porque, si todo lo que somos
y vivimos pertenece a un universo inmenso., ¿qué lugar ocupan en él nuestros
prejuicios? El ser humano es apenas una mota de polvo en comparación con la grandiosidad del cosmos, y sin embargo nos aferramos a nuestras diferencias como si
de ellas dependiera nuestra identidad. Aquí entra en juego una reflexión más
amplia: el Cosmo-Poder. Esa energía cuántica primordial que dio origen
al universo y que sigue sosteniéndolo, permitiendo que todo se relacione a
través de tensiones, equilibrios y fricciones naturales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario