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martes, 4 de noviembre de 2025

¿Qué ocurriría si en la Tierra no hubiese humanos pero sí animales?

 


¿Qué ocurriría si en la Tierra no hubiese humanos pero sí animales?

Por Bruno Perera.

A veces me detengo a contemplar el mundo y me asalta una pregunta tan simple como abismal:
¿Qué sería de la Tierra si el ser humano nunca hubiese existido?
¿Qué pasaría si solo los animales poblaran el planeta, si la vida siguiera su curso sin guerras, sin contaminación, sin ambición desmedida?
La naturaleza, libre de la intervención humana, probablemente conservaría el equilibrio que perdió cuando el Homo sapiens comenzó a dominarlo todo.

Los ecosistemas funcionarían como engranajes de un reloj antiguo, sin necesidad de ajustes externos.

No habría especies invasoras transportadas por barcos o aviones, ni hábitats destruidos para construir autopistas.

Los ritmos de la vida —la migración, la caza, la reproducción— seguirían su danza ancestral, sin interrupciones artificiales.

Pero si la Tierra estuviera habitada únicamente por animales, el universo seguiría existiendo… aunque sin testigos conscientes.

El cosmos seguiría su curso, pero sin ningún ser consciente que intentara desentrañar su misterio.

No habría quien escribiera sobre el origen del tiempo, ni quien se preguntara por la materia, la energía o el alma.

El misterio de cómo surgió el universo desde la Nada Cuántica permanecería sin respuesta, porque la inteligencia que da sentido al misterio no existiría.

En ese silencio cósmico, la realidad sería muda, aunque perfectamente real.

Sin humanos, el planeta seguiría experimentando cambios: erupciones volcánicas, terremotos, lluvias torrenciales, glaciaciones. Etc.

Pero todos esos fenómenos serían parte de un ciclo natural, sin intervención artificial.

No existirían guerras, ni misiles nucleares, ni armas químicas.
Ninguna especie animal fabricaría su propia destrucción.

La violencia animal seguiría existiendo, sí, pero dentro del equilibrio natural del instinto: cazar para sobrevivir, para defender el territorio, para perpetuar la especie.

La atmósfera sería limpia, los ríos, lagos y mares transparentes, los bosques exuberantes.

Las selvas, los arrecifes y los glaciares volverían a expandirse sin la presión de la deforestación ni el calentamiento global.

Sin extracción de minerales ni metales, sin excavaciones que derrumban montañas y cambian cursos de ríos y lagos, la Tierra conservaría su estructura original, su piel intacta, sin heridas abiertas por la ambición y necesidad humana.

El planeta sería un jardín azul y verde, respirando en paz.

Los animales vivirían en armonía con los ritmos naturales, sin ciudades, sin fábricas, sin ruido.

El canto de los pájaros no competiría con el rugido de los motores.
La noche sería verdaderamente oscura, sin luces artificiales que oculten las estrellas.

Sin embargo, hay algo que se perdería: la conciencia del tiempo.

Sin humanos, no habría historia, lenguaje, escritura, arte, ni música.

El universo carecería de testigos capaces de nombrarlo.

El “Cosmo-Poder”, como lo llamo, seguiría existiendo, pero sin que nadie pudiera comprenderlo o rendirle testimonio.
¿De qué sirve la creación si no hay quien la contemple?

Tal vez, por eso, el Cosmo-Poder que hizo brotar las galaxias necesitó crear al ser humano: para que el universo se supiera vivo a través de los ojos de una criatura consciente.

Una criatura capaz de mirar al cielo y preguntarse: “¿Qué hay más allá?”, “¿Por qué existo?”, “¿Qué sentido tiene todo esto?”

En resumidas cuentas, si hacemos balance, parece que el ser humano ha sido una bendición y una maldición al mismo tiempo.

Hemos destruido bosques, ríos, lagos, mares y montañas, pero también hemos creado ciencia, arte y conocimiento.

Somos la especie que contamina, pero también la única capaz de reflexionar sobre el daño que causa.

Somos capaces de construir telescopios que miran al origen del universo, pero también de fabricar bombas que podrían acabar con todo en segundos.

Por eso sigo sin entender por qué el Cosmo-Poder —o como dicen las religiones abrahámicas, “Dios”— nos dotó de inteligencia para gobernar la Tierra, si al final esa inteligencia nos ha llevado a poner en riesgo todo lo que tocamos.

Quizás, después de todo, el propósito no era dominar, sino aprender.
Aprender que sin equilibrio no hay vida.

Aprender que la Tierra no nos pertenece: solo nos fue prestada por un tiempo a través del milagro de nuestra existencia.

Tal vez el verdadero reto de nuestra especie no sea conquistar el universo, sino reconciliarnos con nuestro planeta.

Volver a escuchar el latido de la Tierra.

Volver a mirar a los animales no como recursos, sino como compañeros de viaje.

Volver a ser parte de la naturaleza, no sus amos.

Porque si algún día desaparecemos no será una perdida importante porque sin nosotros la Tierra seguirá girando y trasladándose en la elíptica solar y a través del universo.

Pero el universo, entonces, volverá a ser un misterio sin voz.
Y quizás, en algún rincón del espacio, otra chispa de conciencia se encienda… y vuelva a preguntarse: ¿Qué sentido tiene todo esto?

 

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