¿Qué
ocurriría si en la Tierra no hubiese humanos pero sí animales?
Por
Bruno Perera.
Los
ecosistemas funcionarían como engranajes de un reloj antiguo, sin necesidad de
ajustes externos.
No habría
especies invasoras transportadas por barcos o aviones, ni hábitats destruidos
para construir autopistas.
Los ritmos
de la vida —la migración, la caza, la reproducción— seguirían su danza
ancestral, sin interrupciones artificiales.
Pero si la
Tierra estuviera habitada únicamente por animales, el universo seguiría
existiendo… aunque sin testigos conscientes.
El cosmos
seguiría su curso, pero sin ningún ser consciente que intentara desentrañar su
misterio.
No habría
quien escribiera sobre el origen del tiempo, ni quien se preguntara por la
materia, la energía o el alma.
El misterio
de cómo surgió el universo desde la Nada Cuántica permanecería sin respuesta,
porque la inteligencia que da sentido al misterio no existiría.
En ese
silencio cósmico, la realidad sería muda, aunque perfectamente real.
Sin humanos,
el planeta seguiría experimentando cambios: erupciones volcánicas, terremotos,
lluvias torrenciales, glaciaciones. Etc.
Pero todos
esos fenómenos serían parte de un ciclo natural, sin intervención artificial.
La atmósfera
sería limpia, los ríos, lagos y mares transparentes, los bosques exuberantes.
Las selvas,
los arrecifes y los glaciares volverían a expandirse sin la presión de la
deforestación ni el calentamiento global.
Sin
extracción de minerales ni metales, sin excavaciones que derrumban montañas y
cambian cursos de ríos y lagos, la Tierra conservaría su estructura original,
su piel intacta, sin heridas abiertas por la ambición y necesidad humana.
El planeta
sería un jardín azul y verde, respirando en paz.
Los animales
vivirían en armonía con los ritmos naturales, sin ciudades, sin fábricas, sin
ruido.
Sin embargo,
hay algo que se perdería: la conciencia del tiempo.
Sin humanos,
no habría historia, lenguaje, escritura, arte, ni música.
El universo
carecería de testigos capaces de nombrarlo.
Tal vez, por
eso, el Cosmo-Poder que hizo brotar las galaxias necesitó crear al ser humano:
para que el universo se supiera vivo a través de los ojos de una criatura
consciente.
Una criatura
capaz de mirar al cielo y preguntarse: “¿Qué hay más allá?”, “¿Por qué
existo?”, “¿Qué sentido tiene todo esto?”
En resumidas
cuentas, si hacemos balance, parece que el ser humano ha sido una bendición y
una maldición al mismo tiempo.
Hemos
destruido bosques, ríos, lagos, mares y montañas, pero también hemos creado
ciencia, arte y conocimiento.
Somos la especie
que contamina, pero también la única capaz de reflexionar sobre el daño que
causa.
Somos
capaces de construir telescopios que miran al origen del universo, pero también
de fabricar bombas que podrían acabar con todo en segundos.
Por eso sigo
sin entender por qué el Cosmo-Poder —o como dicen las religiones abrahámicas,
“Dios”— nos dotó de inteligencia para gobernar la Tierra, si al final esa
inteligencia nos ha llevado a poner en riesgo todo lo que tocamos.
Aprender que
la Tierra no nos pertenece: solo nos fue prestada por un tiempo a través del
milagro de nuestra existencia.
Tal vez el
verdadero reto de nuestra especie no sea conquistar el universo, sino
reconciliarnos con nuestro planeta.
Volver a
escuchar el latido de la Tierra.
Volver a
mirar a los animales no como recursos, sino como compañeros de viaje.
Volver a ser
parte de la naturaleza, no sus amos.
Porque si
algún día desaparecemos no será una perdida importante porque sin nosotros la
Tierra seguirá girando y trasladándose en la elíptica solar y a través del
universo.

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